La última vez que le vi me dijo: pásate un día a verme, estoy trabajando en el asilo.
Mucho tiempo después de haber empezado el trabajo con viejos, allí seguía Juan Alfredo. Nunca se había parado a pensar realmente si ese tipo de trabajo le llenaba. Simplemente consideraba que, moralmente, no se podía quedar cruzado de brazos, y durante toda su vida y su formación, tanto sus padres como sus maestros y mentores, y sus propias experiencias le habían llevado por esa senda. Comprendió que una de las maneras de hacer apostolado, un modo de ser una especie de misionero, era ocuparse de todos aquellos que, desvalidos, enfermos, cansados, reventados por una vida de trabajo duro y mal, o poco, o nada agradecido, daban con sus huesos en aquel lugar.
Lo que él no había previsto es que el tiempo, ese mismo que hacía envejecer a aquellas personas, era el mismo que le iba haciendo crecer y madurar a la vez que ellos, y hacerse más mayor, y aquellas personas cuyas edades estaban tan distanteas a la suya, cada vez iban siendo más cercanas a su generación. Fue una tarde de invierno cuando vio entrar por la puerta al padre de su mejor amigo, al que no veía hacía unos años. Madre mía, cómo se le han echado los años encima: Arrugado, canoso, encorvado... Luis alzó la vista y una temblorosa mano para musitar un apagado: Hola Juan Alfredo.
Le vino un flashback, un recuerdo de niñez, de ese hombre guapo, atractivo, musculoso superhombre, ese mecánico de la Ford que apoyaba un brazo en la pared, conviertiéndose por unos minutos en un improvisado columpio del que los dos niños pendían: Juan Alfredo se recordó y reconoció a sí mismo en el pecoso y rubio niño del jersey de pico rojo que se columpiaba colgado del brazo musculoso de Luis.
Hola Luis, ¿cómo te encuentras?
Examinó a Luis de arriba abajo: Comparó su recuerdo con el desvencijado abuelo derrotado que tenía ante sí, y entonces comprendió en toda su dimensión el valor de su trabajo.